jueves, 8 de enero de 2015

La extraña costumbre

Tenía una extraña costumbre que mantenía en secreto. Comenzó cuando era niño y simplemente la continuó de adulto. Le robaba pedazos de carne a los muertos, a veces algún ojo, a veces algún pezón o una lengua y se los comía. Sabía que era algo prohibido y no aceptado por la sociedad, por lo tanto lo mantenía en secreto. Por el día se paseaba por el cementerio de incógnito e identificaba algún entierro, de noche visitaba los muertos que estaban frescos y les sacaba algún trozo sencillo, “A el (o a ella) ya no le servirán”, se decía mientras completaba la operación. Guardaba sus trofeos en el refrigerador y comía algún bocadillo durante la semana. Le gustaba la textura de la carne humana y su sabor, distinta a otras, lo gelatinoso de los ojos que los guardaba como delicadeces para probarlas sólo de vez en cuando. Lo especialmente atrayente de esta costumbre, era ese gustillo a culpabilidad que le daba cuando lo hacía, la excitación de lo prohibido y el miedo a ser descubierto. De hecho, una sola vez estuvo a punto de ser descubierto, por un guardia del cementerio que daba una vuelta nocturna. Ante la duda y el temor lo mató,  con el mismo cuchillo pequeño con que cercenaba partes de los muertos, luego lo dejó en alguno de las fosas con otro muerto, y también aprovechó para sustraerle algunas partes, curiosamente su primer homicidio, y esperaba que fuera el único, no le generó ningún sentimiento de remordimiento, mantener su estilo de vida era más importante para el que cualquier sentimiento de auto-recriminación. Fotos del desaparecido aparecieron por toda la ciudad, pero como el cuerpo nunca se encontró, el crimen quedó sin resolver y el pudo continuar con su secreto vicio.

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